Es extraño. Pero la pandemia actual de SARS-COV 2 nos tomó por sorpresa. De pronto, nos vimos modificando nuestra forma de hacer docencia, con las aulas convertidas en pantallas y los alumnos convertidos en usuarios que –muy frecuentemente– ni siquiera muestran sus caras. Y es extraño que haya sido todo tan repentino, cuando uno piensa que desde diciembre empezamos a ver cómo la epidemia, y luego pandemia, causaba estragos en China y se esparcía por el mundo. Pero la verdad es que pocos podían pensar que algo que ocurría al otro lado del mundo iba a terminar arrancándonos de cuajo la cotidianeidad de la docencia presencial. O quizás fui sólo yo el falto de visión.
¿Y en qué estamos ahora? Tratando de seguir haciendo docencia, pero en línea. Formando profesionales, pero a distancia. Y a todos nos inquieta si es posible lograr algunos aprendizajes a través de un computador (p.e. procedimientos clínicos o manejo de instrumental). Y otros, no pocos, han salido a lamentarse porque es muy difícil reemplazar la clase presencial.
Y estoy de acuerdo con lo primero (yo, por ejemplo, preferiría no ponerme una vacuna con alguien que aprendió a inyectar por un tutorial de Youtube). Pero, ¿en serio vamos a enaltecer la clase presencial? Nuestro sistema formativo, en todos los niveles, pero sobre todo en educación superior, lleva años enfrentando una crisis porque las clases presenciales no estaban funcionando: la falta de preparación de los egresados, el bajo rendimiento, la desmotivación y la deserción son problemas cada vez más graves en un sistema que gozó de siglos de presencialidad.
Y en parte esto ocurre porque cuando hablamos de clases presenciales, la mayoría de éstas se hacían bajo la modalidad de clase expositiva. En un estudio en Chile, encontramos que sobre el 80% de los estudiantes de la salud reconocían que la clase expositiva era el formato que se usaba siempre o casi siempre.
Entonces, cuando extrañamos la clase presencial, ¿qué es lo que echamos de menos? La calidad de los aprendizajes que se lograban en aula, dicen algunos. Pero la clase expositiva tradicional sólo logra abordar procesos de aprendizaje básicos (identificar, describir, memorizar), a todas luces insuficientes para la formación de un profesional. Otros dicen que la participación de los estudiantes y el que pudiesen resolver preguntas, cuando en la práctica había clases en que el docente presentaba un monólogo que no permitía (y a veces hasta prohibía explícitamente) la participación de los estudiantes. En otros casos, se echa de menos la relación docente-estudiante, cuando este mismo monólogo y el atrincheramiento en los roles de profesor y estudiante han hecho que esa relación sea beligerante o fría en muchísimos casos.
En este contexto, ¿qué clases sí permiten aprendizajes profundos, participación y una mejor relación docente-estudiante? La teoría y la evidencia son claras: clases que guíen la atención de los alumnos explicando los propósitos de aprendizaje, que le motiven explicitando la utilidad de éstos, que se estructuren para facilitar una aplicación progresiva y segura de los temas tratados, que den una instancia para aplicar procesos reflexivos más complejos (p.e. análisis comprensivos, evaluación crítica, creatividad) y que cuenten con una instancia de retroalimentación propositiva, centrada en la tarea y promotora del autoanálisis, entre otras características.
Y esto en la práctica se consigue con metodologías diferentes a la clase expositiva, cuya utilidad para el logro de aprendizajes, yo ordenaría así: desde la clase práctica, a la clase invertida, el aprendizaje basado en equipos, el aprendizaje basado en problemas, el aprendizaje basado en proyectos, el aprendizaje basado en desafíos, hasta llegar al aprendizaje y servicio que podría mostrarse como una de las estrategias más integrales en la formación del estudiante, logrando aprendizajes cognitivos, procedimentales y actitudinales.
¿Y qué tienen en común? ¿La presencialidad? No. Bien implementadas, tienen en común una alta planificación, con un diseño pensado para fomentar los aprendizajes que el alumno requiere. No son una mera innovación, sino una innovación pensada para el aprendizaje.
Y ahora, cuando nos enfrentamos abruptamente al desafío de montar nuestra docencia en línea, el principal desafío es la innovación. Pero digitalizar no es innovar. Un proceso formativo expositivo y poco planificado va a ser inútil para el aprendizaje, ya sea cara a cara o en la pantalla. Innovar es pensar para y con el estudiante. Tenemos que pensar en innovar nuestra docencia como oportunidades de aprendizaje que funcionen en un entorno totalmente distinto.
Y ahora estamos todos aquí, apurados, sobrecargados y tratando de innovar.
Y es extraño. La pandemia actual de SARS-COV 2 nos tomó por sorpresa. Estamos apurados innovando procesos formativos cuando hay por lo menos 30 años de investigación que advertía tajantemente que debíamos hacerlo antes.
Entonces, ¿qué camino seguir? Estoy en el mismo contexto de incertidumbre que todos. Estoy preparando cinco cursos de la nada para ofrecerlos en línea, encerrado en casa, mientras aprendo a cocinar, lavo platos y me voy a dormir digiriendo que es un escenario probable que al terminar esta pandemia seamos (o sean) menos miembros en mi familia.
Así que sólo les aconsejaría cosas en qué fijarse, y no como un experto en tecnología para el aprendizaje y el conocimiento, porque no lo soy. De hecho, ayer quise borrar una encuesta y borré un módulo completo de un curso, y el otro día grabé un tutorial y cuando lo fui a revisar había guardado sólo una foto. Mis consejos van desde un docente que ha estudiado un tiempo sobre docencia universitaria. Y los organicé en tres preguntas, parafraseando el Conocimiento Didáctico del Contenido de Shulman: ¿Qué debo enseñar? ¿Cómo puede aprenderse? Y ¿en qué contexto estoy haciendo mi docencia?
¿Qué debo enseñar?
Para enseñar, es importante fijarse en los resultados de aprendizaje del curso. Y eso no siempre ocurre. Nosotros hemos identificado en nuestros estudios que a veces ni el docente lee el programa y muchos piensan la clase desde fantasías personales de qué tipo de profesional se requiere formar. Pero es necesario recordar que nuestra asignatura es una parte de un programa formativo más complejo y, por tanto, no tiene que hacerse responsable de toda la formación. Saber qué vino antes y a qué tributa mi curso, específicamente, es esencial para no sobrecargarnos como docentes ni abrumar con repeticiones al alumno.
Pero, además, tenemos que recordar que estamos viviendo en un contexto de incertidumbre, con una experiencia totalmente nueva para cualquiera con menos de 102 años. Las vidas de todos están amenazadas por el virus, sobrellevamos el estrés del encierro, estamos expuestos a los vaivenes de los lineamientos de las autoridades nacionales y, ya sea por redes sociales o televisión, consumimos información que ahonda la falta de certezas y el temor. Eso les pasa a los docentes. Y también les pasa a los estudiantes.
Así que háganse un favor y seleccionen: Vean exactamente qué debe aprender un alumno del curso y focalícense en eso. Eviten cualquier actividad que no tribute directamente a lo que el alumno tiene que lograr. Y si quieren poner información complementaria, siempre valiosa en procesos formativos, indiquen que lo es. Esto no implica bajar la exigencia, sino quitarle la grasa a procesos formativos que frecuentemente están atiborrados de contenidos, pero son pobres en aprendizaje.
Y para seleccionar, a veces las fantasías personales sirven. Parafraseando a Ron Ritchhart, revisen sus programas y realicen las siguientes actividades:
- Piensen en un egresado del programa donde dictan el curso en cuestión y que presente un desempeño realmente destacable. Ahora pregúntense, ¿qué es lo que sabe hacer él con los temas de mi curso que lo ayudan a lograr ese desempeño? Eso es lo que el alumno necesita aprender.
- Después piensen en ustedes mismos. Cuando logran un desempeño destacable en asuntos asociados a la temática del curso, ¿qué es lo que necesitan saber para alcanzar ese rendimiento? Eso es lo que el alumno necesita aprender.
Luego, con el programa del curso y viendo la malla del programa formativo, tienen que identificar con qué grado de complejidad el alumno puede aprenderlo, considerando el nivel de avance que tiene en su formación. No es lo mismo un alumno de primer año que uno de quinto.
Y esa reflexión era útil desde antes de la pandemia.
¿Cómo puede aprenderse?
La siguiente pregunta va más allá de lo que el alumno debe aprender. Aquí la pregunta es: ¿cómo debe aprenderlo? Y mi consejo al respecto es pensar en actividades genuinas de aprendizaje. Genuino no es lo mismo que presencial.
Parafraseando nuevamente a Ritchhart, piensen en qué hace el egresado destacable y qué es lo que hacen ustedes cuando tienen éxito en temas asociados al curso. Esas actividades que logra realizar son actividades genuinas de aprendizaje. Traten de descomponerlas y generen actividades de aprendizaje en que el alumno deba emularlas, con el nivel de fidelidad que se pueda.
Yo enseño algo de didáctica, algo de evaluación y algo de métodos de investigación, por ejemplo. Y cuando estuve en pre y postgrado me mandaron a plantear objetivos específicos como si fuese algo que pudiese lograr sólo con la definición conceptual de estos elementos. Al final tuve que aprender a hacerlo después de más de 15 años de investigación, de ensayo y error.
Por eso, ahora, lo que hago en clases es tratar de descomponer los procesos reflexivos que aprendí para plantear un objetivo específico y los trato de convertir en actividades que los estudiantes deben realizar. Quiero que emulen los procesos reflexivos que me han llevado a tener éxito, para que alcancen ese nivel de logro. Después, es de esperar que por su cuenta desarrollen mejores procesos y vayan más allá de hasta donde yo pude llegar.
En esto, personalmente, he encontrado que las tecnologías de aprendizaje pueden ser muy útiles: para desglosar componentes, para lograr que el alumno vaya realizando tareas específicas, para automatizar alguna retroalimentación puntual y para dar espacios para retroalimentaciones más complejas. Pero no olviden que las tecnologías son un recurso. No son la meta.
Y lo mismo puede aplicarse en el aprendizaje de varios aspectos cognitivos, procedimentales y afectivos, incluso en temas clínicos.
¿En qué contexto estoy haciendo mi docencia?
Este es un último punto importante. Para hacer docencia tengo que saber en qué contexto la llevaré a cabo. ¿Dónde estoy parado este 2020 para enseñar?
Lo menos importante, pero igual requerido, es conocer los medios. No está la sala de clases presencial, pero tengo miles de recursos: la plataforma que tenga la universidad; recursos como Genially, Doodly o los programas utilitarios cada vez más diversos; hay plataformas para subir casi de todo y muchas veces gratis; las redes sociales son un tremendo apoyo.
Y si no saben hacer algo, pidan ayuda. Forjen redes.
Y si no alcanzan a elaborar algún recurso, búsquenlo, porque quizás ya está (y gratis) en Internet. ¿Y qué pasa si les gusta ser autónomos y hacer su propio material? Pues recuerden que estamos en pandemia. Es la excusa perfecta para hacerse concesiones a uno mismo por un poquito de salud mental.
Pero más importante que lo anterior es saber a qué alumno tengo adelante. Todos estamos encerrados en casa… Ah. No, no todos. Sus alumnos o la familia de éstos pueden ser de aquellos que se ven obligados a salir a trabajar. Puede que sus alumnos ahora estén asumiendo roles del hogar. Y de la misma forma en que yo como docente no voy a dejar a mis gatos sin comida por hacer un PowerPoint (lo lamento), no le puedo pedir al alumno que deje de vigilar a su hermano de seis años. Entender las situaciones familiares es relevante para ambos lados, porque determinan la carga de tiempo y de esfuerzo que podremos aguantar. Conversarlo en una videoconferencia puede servir para sondear esto, o hacer una encuesta anónima en línea. Las plataformas ayudan en esto.
Otro aspecto es el acceso a la tecnología. Al inicio de toda esta pandemia me reí (la risa es mi respuesta maniaca ante la adversidad) porque me dije: “Justo los docentes son los que tienen la tecnología, pero no saben usarla. Y los alumnos saben usarla, pero no tienen la tecnología”. Y me equivoqué. Muchos colegas nunca pensaron en comprar un computador para su casa…. Sí, por raro que parezca. Yo, que construí mi vida en torno a mi identidad profesional no lo habría imaginado, pero hay personas que nunca quisieron extender las garras de la docencia a sus horarios de descanso. Y por eso no se compraron un computador. Otros, porque tenían otros gastos más apremiantes. Con suerte algunos tienen teléfonos medianamente inteligentes.
Y en cuanto a los alumnos, primero quítense la ilusión de que ellos saben usar todas las tecnologías. La mayoría sabe usar redes sociales, pocos saben usar adecuadamente Word y eso sería… No esperen un experto informático al otro lado de la pantalla.
Tampoco esperen que alguien tenga pantalla al otro lado. Instituciones como la Universidad de Chile o la Universidad de Concepción acusaron recibo de una dolorosa realidad que podíamos negar con cierta comodidad hasta 2019. Muchos de nuestros alumnos viven en condiciones de profunda vulnerabilidad. Muchos no tienen computador o Internet en sus casas. Por eso, casas de estudio como estas decidieron facilitar el acceso a estos recursos a sus estudiantes más necesitados.
¿Y en qué nos afecta esto? Pues que antes de hacer el curso, debemos preguntar a nuestros alumnos qué acceso tienen a las tecnologías. No cuesta nada y nos puede ayudar a ver estrategias alternativas. Quizás un alumno no tenga acceso a Internet para ver una clase en la plataforma de la universidad, pero sí podría verla en un grupo cerrado de Facebook, porque el acceso a las redes sociales está incluido en más planes de datos.
¿Y si a la universidad no le gustan las plataformas extraoficiales? Pues a flexibilizarse.
No hay que olvidar que estamos viviendo una pandemia. Todos.
Un último punto asociado a esto es que el atrincheramiento en roles es nefasto. Todos somos personas y es necesario que podamos vernos como tales: docentes y alumnos estamos estresados, confundidos, sobrecargados; y todos, absolutamente todos, nos conectamos a la docencia en línea tratando de hacernos un poco los locos para ignorar que hay gente muriendo afuera y que, cuando todo el desastre humano por el virus acabe, se viene una crisis económica con un segundo desastre humano cuyos efectos no podemos ni anticipar. Y no hay control. Ni una pizca.
Entonces, cuando vean al alumno, recuerden esto. Los plazos de entrega, la complejidad de las tareas, los horarios, todo es posible de ser flexibilizado en un contexto como este.
¿Y cuando ustedes no puedan retroalimentar a tiempo o se demoren en subir una clase? Pues también son personas. Recuérdenselo a los alumnos. Recuérdenselo a sus jefes. Pero, sobre todo, recuérdenlo ustedes.
Y si alguno viene a sacar como argumento las fechas del calendario o lo estipulado en el reglamento, pídale que le muestre qué dicen sobre el conducto regular en casos de una pandemia como esta. Les apuesto que no dicen nada. ¡Porque nadie estaba preparado para esto! Todo es nuevo. Todos corremos en círculos. Y ante eso, no podemos seguir haciéndonos los locos.
En síntesis
Por espacio me centré sólo en la figura del docente universitario… También porque es el rol que me interpela directamente.
Pero la teoría y la evidencia científica son claras en que lo que ocurre en clases no es sólo su responsabilidad.
Una clase puede estar bien diseñada y no lograr la participación del estudiante. Y si el alumno no quiere participar, hay un punto en que el docente ya no tiene nada que hacer. Porque la formación no es un servicio de libre mercado que se ofrece al consumidor (no es como ir a la tienda a sacar aprendizajes de la vitrina y echarlas al carro). Es un proceso en el que se requiere la participación activa de todos los involucrados para que se obtengan frutos. Principalmente del estudiante que es, a fin de cuentas, quien debe aprender.
Por otro lado, no quiero negar que hay aprendizajes como procedimientos clínicos, que no se pueden aprender fácilmente a distancia. Pero las normativas cada vez más restrictivas de los sistemas de salud nos vinieron preparando para esta situación hace muchos años. Por eso la simulación clínica se ha desarrollado ampliamente y tecnologías como la simulación con realidad virtual ha alcanzado niveles crecientes de fidelidad, permitiendo emular distintas actividades clínicas con variados retornos sensoriales para los estudiantes. Hasta el tacto de un procedimiento se puede sentir ahora. El problema es el alto costo de estas tecnologías y su bajo acceso en países como el nuestro.
Por último, sobre los desafíos que este escenario plantea, se pueden enumerar varios.
Por ejemplo, lograr a los alumnos concentrados: si mantener la atención del alumno en clases era difícil, más difícil será ahora que somos una más entre una decena de ventanas del navegador.
Otro desafío es asegurar que los aprendizajes ocurran y poder certificarlos con la aprobación del curso. Esto requiere idear maneras en que el alumno pueda manifestar un desempeño exitoso y donde podamos evaluarlo. Lo bueno es que las tecnologías nos abren a variados formatos como videos, infografías, etc.
Y un desafío no menor es el fin de la docencia a puertas cerradas. Sólo basta esperar minutos para que las redes sociales nos presenten un video de un docente con un comentario desafortunado (o vil, o idiota, derechamente) o con problemas de manejo tecnológico. Durante siglos gozamos del anonimato de nuestras salas. Pero ya no. Estamos en línea. Y nuestras expresiones inadecuadas y nuestros reales niveles de dominio disciplinar y pedagógico serán de conocimiento público. Y es inevitable. Como si no hubiese estrés ya con lo de la pandemia.
Y finalmente, el último desafío para todos es preguntarnos: ¿todo esto tiene sentido ahora? Estamos en pandemia. La calidad de vida de todos se está viendo afectada y es sólo el comienzo. Hay gente muriendo. Y no son números. Son padres, madres, hijos y amigos que se están yendo para siempre. Yo no tengo respuesta para eso. Todos los días tomo esa pregunta y la guardo en lo más profundo de mi mente para aguantar el día. Pero creo que no podemos dejar de reflexionar ante eso. Después de todo, para eso es la universidad.
Cristhian Pérez-Villalobos
Doctor en Ciencias de la Educación
Departamento de Educación Médica
Facultad de Medicina
Universidad de Concepción
cperezv@udec.cl