COMUNICADO POR EL BUEN TRATO: LA NECESIDAD DE UN ABORDAJE REFLEXIVO Y COLABORATIVO EN EDUCACIÓN EN CIENCIAS DE LA SALUD.
El doloroso e irreparable suicidio de dos estudiantes el mes pasado ha puesto en la palestra el tema del maltrato en la formación de profesionales de la salud.
Desde entonces, las redes sociales y los medios de comunicación han difundido experiencias de malos tratos de los estudiantes fallecidos y sus compañeros acusan haber vivido en su formación, incluyendo humillaciones, violencia y exigencias inadecuadas a su nivel formativo. Lamentablemente, este relato no es exclusivo de esos estudiantes. La investigación científica es consistente en documentar que la mayoría de los estudiantes de medicina, enfermería, obstetricia, odontología y otras carreras de la salud en el mundo han experimentado malos tratos en su formación, y que estos factores terminan deteriorando tanto la salud mental de los estudiantes, como su vocación profesional y los aprendizajes que logran. Lo que en último término medra la atención en salud, dado que afecta la calidad de la formación de los futuros profesionales y modela formas de relacionarse violentas y dañinas que se perpetúan en los centros de salud. De hecho, en 2021, dos enfermeras chilenas también se suicidaron acusando maltrato, esta vez en su contexto laboral.
Es importante reconocer que el maltrato en la formación de profesionales de la salud tiene consecuencias negativas en términos educativos, sanitarios y, sobre todo, humanos. Y sus perjuicios afectan, desde luego, a la víctima, pero también al agresor y los observadores.
Pero, más allá, necesitamos abrir una discusión que, desde la queja y el dolor, avance hacia definir y promover el tipo de trato que deseamos y esperamos en las universidades, y en particular en las escuelas de salud: Tenemos que avanzar hacia el buen trato.
Para lograrlo, es necesario que, como comunidad, iniciemos un diálogo reflexivo sobre cómo se manifiesta su opuesto, el maltrato, qué lo permite y lo promueve, y desde ahí definir cómo promover un buen trato, que favorezca una mejor convivencia para construir entornos educativos saludables y respetuosos.
Primero, tenemos que entender a qué nos referimos con maltrato académico. Se refiere a conductas observables que generan daño físico o psicológico en el otro, que se originan en asimetrías de poder objetivas o simbólicas, y que son innecesarias para el proceso de aprendizaje.
Segundo, debemos declarar el maltrato como una conducta inaceptable, tanto en los espacios educativos, como en el sistema de salud y en la relación entre personas. No debe haber espacio para el maltrato. Y esto implica identificar las conductas que podemos incluir dentro de este paraguas. Nuestro equipo ha logrado identificar seis formas generales de maltrato: 1) Desmoralizar al otro, lo que implica ataques generales sobre las capacidades del individuo con el interés de denostar y exhibirlo ante otros, y que no contribuye a su aprendizaje; 2) Plantearle exigencias desreguladas, lo que no implica ser simplemente exigente, ya que la exigencia ayuda a motivar a las personas. Es desregulada cuando plantea exigencias que superan el nivel formativo del estudiante, las oportunidades de aprendizaje que ha tenido y los recursos de los que dispone, lo que constituye una falla en la planificación docente; 3) Restringirle arbitrariamente el acceso a instancias formativas, dejándolo en desigualdad de condiciones en comparación a sus pares; 4) Negarle arbitrariamente la posibilidad de satisfacer necesidades básicas de descanso, alimentación, entre otras; 5) Violentar físicamente a la persona o sus propiedades; 6) Acosarla sexualmente. Estas dos últimas, aunque son las menos frecuentes en la formación, constituyen delito, pero inexplicablemente siguen ocurriendo.
Tercero, es necesario avanzar más allá de las trincheras que generan nuestro rol de docentes o estudiantes, y dejar las caricaturas sobre el otro.
Pensar en que hablamos de maltrato sólo porque los estudiantes de ahora vienen de una “generación de cristal” excesivamente sensible, es desconocer que el maltrato en la formación en salud se ha discutido en la literatura científica desde que Silver en 1982 (44 años atrás) publicó una carta al editor en que hacía una analogía entre las secuelas que veía en niños maltratados y las justificaciones de sus padres, con las dificultades que veía en sus estudiantes y las justificaciones de sus colegas docentes.
Pero también, pensar en el docente sólo como el “diosente sádico” que daña por placer o en el maltratador como una persona atípica y malévola que debe ser castigada por el sistema, invisibiliza el grado en que la cultura de las carreras de la salud han instalado y perpetuado dinámicas violentas entre todos sus miembros, que han sido difíciles de erradicar o controlar en todo el sistema. También invisibiliza el grado en que nuestra cultura, nuestra crianza y actualmente las redes sociales y medios de comunicación, promueven y enaltecen la falta de empatía, la humillación del otro, el ataque ácido disfrazado de crítica, de burla o, incluso, la cultura de la funa o la cancelación, que usan el anonimato y alcance de las redes sociales como otro pedestal de poder desde el cual maltratar. Esto se evidencia en figuras que hasta hace poco se popularizaron en el imaginario de la excelencia médica, como el Dr. House.
Si somos honestos con nosotros mismos tendríamos que interrogar lo siguiente: ¿Cuántos de nosotros hemos maltratado a otros? ¿Cuántos de nosotros, desde nuestro poder como docentes, hemos maltratado a los estudiantes que se nos ha pedido formar? ¿Cuántos, desde el rol de estudiantes, hemos maltratado a nuestros compañeros aprovechando las pequeñas asimetrías de poder que se dan en la relación? ¿En cuántos grupos u organizaciones, aquel que es diferente es forzado a reprimir su individualidad para elegir entre “irse” o “alinearse” con los demás sin más razón que el “nosotros lo hacemos así” o “a nosotros nos gusta así”? ¿Cuántos de nosotros hemos tenido nuestro momento de “porrista malvada” haciendo comentarios hirientes a otros, tirando indirectas agresivas o descalificándolo en conversaciones privadas con los demás? Pensar que es una conducta de unos pocos, los “maltratadores” y que sólo ellos deben ser castigados es otra caricatura. El maltrato no es un rasgo de unos, es una conducta inaceptable en la que todos podemos caer, y que todos debemos trabajar por evitar.
Asociado a lo anterior, ¿cuántos de nosotros sabemos qué significa tratar bien al otro? ¿Qué tan preparados estamos para tratarnos bien en los diversos contextos de interacción? Poner el foco en el maltrato nos sentencia a quedarnos en el problema, sin avanzar en las soluciones.
En el rol del docente, ¿Cómo retroalimento al estudiante sin caer en la ofensa y la humillación? ¿Cómo guio el aprendizaje de mis alumnos sin generarles exigencias imposibles de cumplir? ¿Cómo planifico una tarea que demande un esfuerzo adecuado para el nivel formativo y las oportunidades para aprender que ha tenido el alumno que tengo enfrente? ¿Cómo genero criterios justos para permitir el acceso de los estudiantes a las diversas instancias educativas? ¿Cómo me hago conciente de las necesidades de mis estudiantes y logro, con ellos, encontrar el equilibrio justo entre las exigencias del sistema y su bienestar? ¿Cómo mantengo una relación cordial con los estudiantes sin traspasar sus límites? ¿Cómo hago de la experiencia formativa un espacio donde el alumno sea desafiado a aprender?
En el rol del estudiante, ¿Cómo mantengo relaciones sanas con mis pares y docentes que ayuden a que tanto ellos como yo nos sintamos seguros, protegidos y motivados en el contexto académico? ¿Cómo puedo plantear mis inquietudes y necesidades promoviendo un clima de diálogo con instituciones y docentes? ¿Cómo puedo defender mis derechos de forma respetuosa? ¿Cómo puedo hacer valer mis derechos y ayudar a que lo hagan mis compañeros vulnerados? ¿Qué debo hacer para participar activamente en el proceso formativo? ¿Cómo asumo el protagonismo que inevitablemente debo tener en mi aprendizaje si es que quiero ejercer como profesional?
Estas preguntas son necesarias porque también tenemos que ser enfáticos en que el buen trato, aunque es una conducta deseable, sigue siendo una tarea más o menos pendiente para la mayoría de nosotros. Por lo tanto, necesitamos no sólo visibilizar el maltrato que no queremos, sino también especificar y difundir el buen trato que anhelamos. Y verlo, no como una disposición valórica, sino como una conducta que -orientada por valores- es observable, verificable y que se puede aprender. Todos hemos podido maltratar a alguien, un estudiante, un docente o un par, pero todos podemos aprender a tratar bien y esforzarnos por mejorar en ese camino.
Por eso, las comunidades preocupadas por la educación en ciencias de la salud debemos comprometernos en diseñar espacios donde la gente puede aprender y ensayar a tratar bien a los demás. Y las instituciones deben comprometerse a fomentar las capacitaciones en esta área, abrir espacios para reconocer las diversas perspectivas sobre el buen trato y reconocer a aquellos directivos docentes y estudiantes, que tratan mejor a los demás.
Es fundamental no eludir la responsabilidad ante esta situación. Así, es necesario adoptar un enfoque constructivo, hablar desde una perspectiva positiva y reconocer que de la misma forma en que el maltrato puede surgir entre todos los actores del entorno educativo, el buen trato puede y debe surgir desde cualquiera.
Sólo hace 30 años, todavía algunos se negaban a formar en competencias pedagógicas a los académicos universitarios, porque suponían que sólo por el hecho de ser expertos en tus temas, sabrían enseñarlos. Nos demoramos décadas (o siglos, si consideramos que la universidad es una institución de más de mil años) en asumir que había que formar a los formadores. Ahora, llega el momento de reconocer que también hay que ayudarnos a todos, formarnos en un mejor trato, porque es un camino en el que todos podemos mejorar, y lo necesitamos para una mejor educación, una mejor atención en salud y una mejor calidad de vida como personas, y porque no es una condición innata. Se aprende. Y nunca es tarde para aprenderla.
Nuestro compromiso hoy está en trabajar para la comprensión y abordaje del maltrato en la formación en salud en Chile, en el entendido de que es un fenómeno tan complejo que requiere una respuesta integral y colaborativa, requiere de la implementación de estrategias efectivas y de un compromiso institucional firme para avanzar hacia ambientes de aprendizaje seguros y respetuosos, donde el bienestar de cada integrante de la comunidad educativa sea una prioridad.
Para esto, es esencial iniciar un diálogo reflexivo sobre cómo se manifiesta el maltrato, cómo intervenir de manera efectiva y cuál es nuestro compromiso colectivo para tratarnos mejor, construir una mejor convivencia y establecer un entorno educativo saludable y respetuoso, como organizaciones (universidades y centros de salud), pero también como comunidades humanas donde docentes, estudiantes y administrativos juegan un rol clave. Las soluciones no vendrán de algunos iluminados, sino que deben nacer del consenso de todos los actores de la formación de profesionales de la salud.
Y esto, aunque no será rápido ni inmediato, debe partir hoy. Es urgente. Un estudiante que se quita la vida, un estudiante que deserta o un estudiante que termina en tratamiento psicológico por ser acosado, es un fracaso de todos, de las personas, del sistema y de la sociedad. Por eso, ninguno de nosotros debe olvidarlo, y todos debemos trabajar para que no ocurra de nuevo.
Cristhian Pérez-Villalobos, Universidad de Concepción. Soledad Armijo-Rivera, Universidad San Sebastián. Isabel Ríos-Teillier, Universidad Católica del Norte. Nancy Bastías-Vega, Universidad de Concepción. Carolina Williams-Oyarce, Universidad Central de Chile. María Elena Lagos, Universidad de Concepción. Marcela Hechenleitner-Carvallo, Universidad Católica de la Santísima Concepción. Juan Ventura-Ventura, Universidad de Tarapacá. Javiera Ortega-Bastidas, Universidad de Concepción. Ángela Alarcón-Mella, Universidad de Concepción. Ricardo Arteaga-San-Martín, Universidad Austral de Chile. Marjorie Baquedano-Rodríguez, Universidad del Bío Bío. Maritza Espinoza-Riffo, Universidad de Concepción. Carolina Montecinos-Salas, Universidad de O’Higgins. Daniel Moraga-Muñoz, Universidad de Tarapacá. Ximena Paredes-Villarroel, Universidad de Aysén. Paula Parra-Ponce, Universidad de Concepción. José Peralta-Camposano, Universidad de Chile. Tamara Puga-Sánchez, Universidad de O’Higgins. Alejandra Ricouz-Moya, Universidad de Los Lagos. Mary Jane Schilling-Norman, Universidad de Concepción. Catherine Soto-Faúndez, Universidad de Valparaíso. Andrea Rodríguez-Vargas, Universidad San Sebastián. Viviane Jofré-Aravena, Universidad de Concepción. Scarlett Vicencio-Clarke, Universidad San Sebastián.